Hablemos de Brujería
¿Existe algo que provoque más discordia, falta de entendimiento, burlas o drama que la brujería? Parece que no. Desafortunadamente, este es uno de esos temas dentro del mundo del ocultismo que generan una cantidad impresionante de conflicto entre practicantes. Quienes se identifican como brujas o brujos parecen tener, casi como una necesidad visceral, el impulso de aclarar dos cosas cada vez que se presentan: primero, que no son wiccanos; y segundo, que no adoran al Diablo. Como si cualquiera de estas dos afirmaciones fuera una mala palabra. Y seamos sinceros: esto nace del desconocimiento, tanto sobre lo que realmente es la Wicca —sobre todo sus ramas tradicionales— como sobre quién es el Diablo Folclórico, una figura que no tiene absolutamente nada que ver con Satán. Pero bueno, ya llegaremos a eso.
Si de verdad queremos entender qué es la brujería y cómo hemos llegado al punto en el que nos encontramos hoy, lo primero que debemos hacer es mirar hacia atrás. Y no de forma romántica o poética, sino con libros en la mano. Hay que estudiar la historia. No hay otro camino. Para quien quiera hacerlo en serio, hay autores imprescindibles: Ronald Hutton, Emma Wilby, Owen Davies, por nombrar algunos. Son libros académicos, sí, pero fundamentales. Te van a dar una visión real, documentada, del fenómeno de la brujería a lo largo del tiempo, muy alejada de las fantasías new age o las idealizaciones modernas.
A grandes rasgos, lo primero que hay que entender es que la brujería, tal como la pensamos hoy, y la figura de la bruja, nace en el periodo medieval tardío. Fue en ese contexto —en Europa y más tarde en América del Norte— cuando se conformó este imaginario de la bruja como una figura herética, demoníaca, antisocial, y se la convirtió en el chivo expiatorio de toda una serie de tensiones sociales, económicas y religiosas. La brujería se convirtió en crimen, y como tal, fue perseguida. Las consecuencias fueron brutales: tortura, humillación pública, muerte. Y esto no se trata de una exageración romántica; fueron procesos históricos reales. En ese entonces, nadie se presentaba a sí mismo como brujo o bruja. Hacerlo era, simple y llanamente, una sentencia de muerte. Quizás la única excepción conocida es la de Isobel Gowdie, una mujer escocesa que, por voluntad propia, confesó ser bruja y dejó registros fascinantes sobre sus prácticas. Pero incluso en su caso, no podemos saber del todo si fue una confesión voluntaria o el resultado de presiones invisibles.
Mucho tiempo después, ya en el siglo XX, aparece la figura de Margaret Murray con una teoría que hoy sabemos falsa, pero que tuvo un impacto tremendo: la idea de que existía un antiguo culto de brujería que adoraba a un dios astado, anterior al cristianismo, y que había sobrevivido de forma clandestina hasta tiempos modernos. Esto nunca fue verdad, pero el mito resultó muy útil como base narrativa para la fundación de la Wicca gardneriana. Y acá hago una pausa: antes de que salten con frases del tipo «pero en la antigua Grecia ya existía la brujería, si ahí teníamos a Hécate como la Reina de las Brujas, y a Circe o Medea como brujas legendarias», les digo: no, no funciona así. La idea de que Hécate es la diosa de las brujas es una interpretación moderna. No hay fuentes históricas que la ubiquen en ese rol en la antigüedad. En cuanto a Circe y Medea, eran hechiceras, no brujas. Y no es lo mismo. Ya vamos a entrar en eso también.
La cuestión es que, como le pese a quien le pese, la brujería moderna tal como la entendemos hoy comienza a tomar forma recién en los años 50, con el renacer del interés en las religiones paganas, la magia y los cultos mistéricos. Y en gran parte, esto se lo debemos a Gerald Gardner. Sí, incluso quienes no seguimos el camino de la Wicca, tenemos que reconocer que su influencia fue decisiva para que todo esto comenzara a existir. Más tarde, ya en los años 60 y 70, aparecen movimientos que declaran tener una conexión con formas más antiguas de brujería, anteriores a Gardner. Es aquí cuando surge el término Brujería Tradicional, una forma de práctica que se inspira directamente en el folklore, los registros judiciales, las prácticas rurales, el animismo y la hechicería popular.
Entre los pioneros de este movimiento están el Clan de Tubal Cain, fundado por Robert Cochrane, y el Cultus Sabbati de Andrew Chumbley, ambos fundamentales en lo que hoy se conoce como la brujería tradicional británica. Luego esta visión se expande: en Estados Unidos, por ejemplo, tenemos la Tradición Feri de los Anderson. Más recientemente, surgieron propuestas como el Clan Bucca de Gemma Gary. Todos estos grupos comparten algunas bases y estilos, pero tienen algo en común: no se entra simplemente queriendo. Son tradiciones de invitación. Sin embargo, y esto es importante aclararlo, no hace falta pertenecer a ninguna organización para practicar brujería, ni siquiera brujería tradicional. La práctica no depende de una membresía.
Como todo dentro del ocultismo, la brujería ha ido evolucionando. Nada permanece igual. Lo que en un principio fue una mezcla de neopaganismo, magia ceremonial, rituales masónicos, nudismo ritual y hechicería popular, terminó ramificándose en múltiples vertientes. A la Wicca, con su estructura religiosa y sus deidades duales, se le sumó esta brujería de raíz más folclórica y animista, inspirada por los grimorios, los relatos del Sabbath, el trabajo con espíritus y el vuelo espiritual. Ambas son válidas. Ninguna mejor que la otra. Pero sí es importante entender de dónde viene cada una. Son las dos grandes columnas que sostienen lo que hoy llamamos brujería moderna, tanto en Europa como en América.
Con el tiempo, la palabra “bruja” se fue haciendo cada vez más común. Empezó a usarse como comodín para cualquier persona que hiciera algo remotamente espiritual, místico o alternativo. Así nacieron conceptos como la «bruja verde», la «bruja del cristal», la «bruja del caos», la «bruja lunar», y todos los términos que uno se pueda imaginar y mezclar. Esto generó una especie de explosión de identidades brujeriles. Algunas nacidas del trabajo real, otras como etiqueta para vender velas aromáticas por Instagram. Y ojo, cada quien hace lo que quiere. Pero para quienes realmente practicamos brujería —en mi caso, brujería tradicional—, a veces es difícil ver cómo el término se vacía y se banaliza, usándose sin criterio, sin historia, sin contexto.
Y no se trata de elitismo, sino de respeto. Respeto por quienes fueron quemados por estas prácticas, respeto por quienes sostienen estas tradiciones con seriedad, y también respeto por quienes no se identifican con la brujería y, sin embargo, son metidos dentro del mismo saco porque hacen tarot o usan cristales. A veces me da la impresión de que todo el mundo quiere ser bruja o brujo, pero nadie se toma el trabajo de leer, de estudiar, de entender realmente qué significa cargar con ese nombre. Lo mínimo que podríamos hacer es tener la honestidad de informarnos antes de adoptar ciertas etiquetas.
Incluso entre quienes sí practicamos brujería, hay enormes diferencias. Es que no hay un dogma. No hay un solo libro, ni una única verdad. Cada quien lleva su Arte como le da la gana. Somos autónomos. Lo que para unos es parte esencial de su práctica —como el trabajo con el Diablo Folclórico, por ejemplo—, para otros puede ser motivo de escándalo. La mayoría de los brujos tradicionales reconocemos y trabajamos con esta figura, no como Satán, sino como el espíritu del entrelugar, el Señor del Sabbath, el Iniciador, el Maestro del Cruce. Pero para muchos neopaganos o wiccanos, incluso nombrarlo es suficiente para levantar antorchas. ¿Y qué podemos hacer? Nada. No necesitamos permiso de nadie para hacer lo que hacemos.
La brujería, además, no es solo vuelo espiritual y poesía nocturna. También hay hechicería, y con eso me refiero a magia práctica: trabajos para cambiar la realidad cotidiana. Usamos hierbas, huesos, tierra, fuego, objetos malditos, oraciones, pactos, negociamos con espíritus, invocamos, maldecimos, curamos, maldecimos otra vez, tejemos encantamientos, y sí, a veces usamos salmos cristianos, pero como herramienta herética, como forma de subversión. Volamos en espíritu al Sabbath, usamos ungüentos, nos bañamos en simbolismo, y andamos por los márgenes de lo visible y lo invisible. Esa es la naturaleza de nuestro camino.
No hay un solo modo correcto de practicar la brujería. Pero lo que sí sería deseable es que, al menos, quienes lo hagan, se tomen el tiempo de investigar de verdad. De leer historia. De entender de dónde viene lo que están diciendo o haciendo. No porque haya reglas, sino porque hay raíces.
Gracias por leer.
Daemon Barzai