¿Es peligroso trabajar con espíritus?
Si buscamos una respuesta sin vueltas ni rodeos, tengo que decir que sí. La magia en general, en sus diferentes manifestaciones, es un camino que tiene sus peligros, pero también sus virtudes. Y aunque muchas veces se intente suavizar este hecho en discursos modernos o positivistas, la realidad es que trabajar con el mundo invisible implica abrir puertas, y abrir puertas nunca es un acto inocente. Aun así, para quienes verdaderamente sienten este llamado, las recompensas —que no siempre son tangibles ni inmediatas— son lo suficientemente significativas como para seguir transitando este sendero, aún a sabiendas de sus riesgos. Porque para muchos de nosotros, este camino no es solo una elección espiritual, es la manera en la que respiramos y vivimos.
Cuando hablo de espíritus, lo hago desde una perspectiva amplia y no reduccionista. Uso el término como un paraguas simbólico que engloba diferentes formas de existencia no corpórea: muertos, entidades feéricas, demonios, ángeles, genios, sombras, e incluso deidades o potencias divinas. Cada uno de estos seres tiene sus propias características, grados de poder, modos de manifestación y particularidades, pero en mi cosmovisión todos forman parte de un mismo entramado: el mundo espiritual. No hago distinciones jerárquicas desde una visión teológica dogmática, sino que entiendo a cada espíritu como una fuerza con su propia autonomía, agencia y lógica interna.
Uno de los principales focos de peligro cuando se empieza a trabajar con estas entidades es la romantización del mundo espiritual. Esta romantización suele venir disfrazada de discurso de luz, de evolución, de vibraciones altas, o de deconstrucción bienintencionada que pretende limpiar a los espíritus de sus aspectos más incómodos o salvajes. Se da mucho entre quienes sienten una atracción hacia las entidades de carácter oscuro —y esto incluye demonios, dioses primitivos, arquetipos salvajes o figuras del caos— pero que no están dispuestos a aceptar lo que realmente representan. Entonces, se generan narrativas dulcificadas donde, por ejemplo, una diosa vinculada al sexo, al dominio o a la destrucción es reducida a una figura maternal empoderadora que solo quiere abrazarte y sanarte. Y claro que puede haber ternura en esas energías, pero no a costa de desvirtuar su naturaleza. Hay quienes dicen que tal o cual espíritu es “furioso” o “oscuro” solamente porque ha sido malinterpretado por el patriarcado, la iglesia, o las religiones organizadas. Y sí, muchas veces ha habido tergiversaciones interesadas, pero también hay realidades internas que son lo que son. Hay espíritus que encarnan el conflicto, la ruptura, el dolor, la muerte, la guerra o el libertinaje. No son malvados, son lo que son. Y si uno se acerca a ellos esperando otra cosa, no solo no va a obtener lo que busca, sino que puede terminar muy mal parado.
Del otro lado del mismo problema aparece la sobrevaloración. Esa actitud en la que colocamos al espíritu con el que trabajamos en un pedestal absoluto, creyendo que lo puede todo, que tiene todas las respuestas y que si algo no funciona es porque uno mismo ha fallado o no ha hecho suficiente sacrificio. Esto se da mucho en prácticas donde hay pactos, devoción o compromiso, y donde el espíritu empieza a ocupar un lugar cada vez más central en la vida del practicante. Es entendible: cuando sentimos que una entidad nos ha ayudado, que nos ha mostrado caminos, que ha estado presente en momentos oscuros, se genera un vínculo emocional fuerte. Pero no podemos olvidar que los espíritus no son ni infalibles ni omniscientes. Tienen su agenda, sus intereses, su forma de moverse. A veces ayudan, a veces no. A veces responden, a veces callan. No son genios de lámpara dispuestos a conceder deseos, ni ángeles de la guarda personalizados. Poner todas las expectativas en ellos es una forma sutil de ceder nuestra soberanía interna, y eso nunca termina bien.
Y luego está el otro extremo: la infravaloración del mundo espiritual. Esta postura se ve tanto en escépticos como en practicantes racionalistas que, aunque digan trabajar con espíritus, en el fondo creen que todo es un producto de la mente. Una especie de juego psicológico, proyección del inconsciente, o mecanismo simbólico útil pero sin realidad objetiva. Esta visión puede parecer segura, incluso “madura” o académicamente aceptable, pero es profundamente peligrosa. Porque aunque uno crea que todo está en la cabeza, si empieza a tocar ciertos núcleos profundos de la psique, ciertas capas de sombra o de contenido arquetípico intenso, puede abrir cosas que no está preparado para contener. Y si además lo hace desde la soberbia o la desestimación, es probable que termine metido en experiencias que no entiende, no puede controlar y no sabe cómo cerrar. Peor aún, esta visión suele ir acompañada de una actitud de desprecio hacia quienes sí creen en la realidad objetiva de los espíritus, lo cual aísla aún más al practicante cuando las cosas se empiezan a salir de control.
Sumado a esto, hay una enorme cantidad de gente que cree —y enseña— que se puede trabajar con cualquier espíritu sin mayor preparación, como si todas las entidades estuvieran ahí esperando ayudar, sin condiciones, sin pruebas, sin riesgos. Esta mirada edulcorada y peligrosa del mundo espiritual desconoce su complejidad y su crudeza. Los espíritus tienen nombres, historias, humores, códigos, reglas. Algunos se ofenden si se los llama de forma incorrecta. Otros no responden a cualquier llamado. Algunos exigen respeto, otros distancia, otros desafío. Y sí, hay espíritus que pueden ser abiertamente hostiles o tramposos, que disfrutan del caos que generan en los incautos. Acercarse a estos mundos sin preparación, sin conocimiento y sin respeto, es como adentrarse en una selva oscura sin mapa, sin linterna y sin saber qué animales habitan en ella.
Entonces, ¿es peligroso trabajar con espíritus? Sí, lo es. Pero también lo es cruzar una calle, enamorarse, mudarse de país, o mirar adentro de uno mismo con honestidad. El peligro no es motivo suficiente para abandonar el camino, pero sí para tomárselo en serio. Para trabajar con el mundo espiritual se necesita tener una base sólida en la práctica mágica, conocimientos teóricos suficientes, y una actitud de respeto firme pero no servil. Hay que saber protegerse, establecer límites, discernir, y sobre todo, escuchar. Escuchar lo que el espíritu dice, pero también lo que uno siente, lo que el cuerpo expresa, lo que el sueño revela.
El vínculo con los espíritus, cuando se construye bien, puede ser profundamente transformador. No hablo de fantasías ni de consuelos místicos, sino de una relación real, sostenida, donde ambas partes se reconocen y se nutren. Pero como todo vínculo verdadero, también implica riesgos. Los vínculos se pueden romper, traicionar, desgastar. Hay espíritus que se alejan, otros que se ofenden, otros que nos reclaman cosas que no estamos dispuestos a dar. También están quienes nos protegen, nos enseñan, nos abren caminos que ni sabíamos que existían. En cualquier caso, es un camino que se recorre con los ojos abiertos, el corazón dispuesto y los pies firmes. Sin idealizaciones, sin fantasías infantiles, sin arrogancia.
La magia con espíritus es una de las formas más antiguas, profundas y poderosas de la práctica esotérica. Pero no es para todos. Y eso está bien. No todo el mundo está llamado a escuchar voces en la noche, a encender velas para una presencia, a dar ofrendas, a pactar, a negociar, a transitar umbrales. Pero quienes sí lo estamos, debemos hacerlo con conciencia. No para jugar con lo invisible, sino para habitarlo con responsabilidad y lucidez.
Gracias por leer.
Daemon Barzai