¿Pueden los espíritus ofenderse?

¿Pueden los espíritus ofenderse? Es una pregunta que, si me la hubieran hecho hace unos años, habría descartado sin pensarlo. En aquel entonces yo vivía dentro de un marco psicocentrista donde los espíritus eran más símbolos que presencias, más proyecciones que interlocutores. Pero con el tiempo, con la práctica, con los encuentros buenos y los incómodos, mi mirada cambió. Hoy mi visión es animista, y en un mundo animado cada entidad tiene agencia, intención y, a veces, humor. Y cuando una presencia tiene agencia, también tiene reacciones. No necesariamente humanas, pero reacciones al fin.

Por mucho que la vida esté poblada de espíritus, eso no significa que estén pendientes de nosotros ni que vivan obsesionados con lo que hacemos. Hay que tener los pies en la tierra. Las deidades, especialmente, suelen estar bastante lejos de la cotidianidad humana. No porque no puedan intervenir, sino porque no es su foco. Hay excepciones, sí, pero en líneas generales no están mirando si pagamos el alquiler, si discutimos con la pareja o si necesitamos cincuenta euros para llegar a fin de mes. Su influencia es más amplia, más profunda, más antigua. Están en otra escala. Y pedirles que nos arreglen un tema laboral concreto es como pedirle a una tormenta que riegue exclusivamente el macetero de tu ventana: puede pasar… pero lo más probable es que te empape la vida entera.

La cosa cambia cuando hablamos de espíritus más cercanos: muertos, ancestros, espíritus locales, presencias santificadas o potentes que, por su propia naturaleza, están más habituadas al contacto con los humanos. Estos, sí, suelen relacionarse mediante intercambio. Les pedimos algo, y ellos esperan algo a cambio. No por “capricho”, sino porque es la forma en la que funciona la relación entre mundos. Es un pacto implícito. Y aunque esta visión los humanice, también hay una razón: muchos de ellos han sido humanos, han tenido hambre, dolor, necesidad, amor, miedo; saben lo que significa la vida y conocen la fragilidad que arrastramos. Por eso entienden mejor nuestros pedidos y, cuando quieren, actúan con más rapidez y precisión que una deidad arcaica y distante.

No es lo mismo pedirle a un espíritu del territorio que abra un camino laboral, que ir con el mismo pedido a Hécate, a Pan o a Lilith. No porque sea “más difícil”, sino porque sus escalas son distintas. Cuando pedimos cosas pequeñas a fuerzas inmensas, la respuesta suele llegar con consecuencias inmensas. Lo simple se vuelve complejo. Lo concreto se diluye en un proceso iniciático que no buscábamos. Y de pronto, lo que queríamos como un empujón económico se convierte en un giro de vida que nos pone patas arriba. Ellos no fallan. Pero tampoco calibran nuestra idea de “pequeño”.

Ahora bien, hay un punto que la gente pasa por alto: las deudas espirituales. Muchísima gente pide favores y promete pagos que nunca cumple. A veces por olvido, a veces por desidia, a veces por miedo. Y como al principio no pasa nada, creen que no pasa nada. Las primeras veces los espíritus cumplen igual. A veces aceptan pagos a medias. A veces parecen no reclamar. Pero esa aparente indiferencia es exactamente eso: aparente. Las deudas se acumulan. Y llega un día en que el canal se cierra. No hay señales, no hay respuesta, no hay movimiento. Lo que antes fluía ahora es un desierto.

En casos excepcionales, especialmente cuando tratamos con espíritus de naturaleza fuerte, pueden manifestar su descontento de formas más rudas: malestar, bloqueos, accidentes menores, sueños incómodos. No como castigo moral, sino como un recordatorio claro de que algo está roto en el intercambio. Sin embargo, lo más frecuente no es la furia, sino el silencio. Un silencio frío, absoluto. Y el practicante comienza a buscar culpables: otro brujo, un bloqueo energético, un enemigo, una maldición, cualquier explicación externa. Pero la respuesta suele ser mucho más simple y mucho más incómoda: abusó del trato. No pagó. No cumplió. Y el espíritu se alejó.

La moraleja es simple y brutal como las cosas importantes: todo tiene un precio. En el mundo espiritual no existe el “gratis”. Si prometés algo, cumplilo. Si pedís algo, asumí la responsabilidad del intercambio. La relación con los espíritus se sostiene en la reciprocidad. Igual que en la vida mundana no trabajamos gratis, ellos tampoco lo hacen. Y cuando se les trata con respeto, con claridad y con honestidad, la relación florece. Pero cuando se les usa y se les abandona, tarde o temprano dejan de responder. No porque estén ofendidos como un humano, sino porque los pactos rotos no sostienen caminos. Y sin camino, no hay magia.

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