¿Brujería Tradicional o Brujería Folclórica?

Como todo en la magia y el ocultismo, buscamos etiquetas para explicar en lo que creemos, cuáles son los rituales que hacemos y de dónde venimos y hacia dónde vamos. La brujería no es una excepción a esta regla, de ahí que existan tantas formas de interpretar y explicar el Arte. Las etiquetas sirven como brújulas, pero a veces también como cadenas, porque limitan algo que por naturaleza es vasto, fluido y difícil de encasillar. No me voy a centrar en todas estas diferencias hoy, sino que me enfocaré en explicar cuáles son las diferencias y similitudes entre lo que se conoce como Brujería Tradicional y Brujería Folclórica.

Comencemos por lo que se entiende como brujería tradicional. Es una idea que toma forma en los años 60, como una manifestación de resistencia frente a lo que en ese momento era el renacimiento de la brujería, más específicamente la Wicca del señor Gerald Gardner. Robert Cochrane fue uno de los primeros en oponerse a esta forma de brujería, asegurando que existía un camino mucho más antiguo, conectado con corrientes más oscuras, salvajes y primordiales. Cochrane creó lo que se conoce como El Clan de Tubal Cain, un grupo que se inspiró en la figura de Tubal-Cain como el primer herrero y brujo, el maestro del fuego y de los metales, y lo presentó como un arquetipo central. El grupo poseía una clara visión gnóstica, esotérica, folclórica y extática, un sincretismo que trataba de unir el pasado mítico con la experiencia visionaria del presente. Las afirmaciones de Cochrane respecto a su linaje fueron, como en tantos casos de la época, altamente especulativas: decía descender de una familia de brujos que se perdía en los anales del tiempo y que lo había iniciado en el Arte desde pequeño. Un recurso muy común entre varios de los fundadores de corrientes modernas, que buscaban así dotar de legitimidad a sus propuestas. Con el tiempo, se comprobó que estos supuestos linajes eran más mito que realidad, pero esto no impidió que el Clan de Tubal Cain se convirtiera en la chispa que encendió un movimiento entero.

A partir de ahí, en Europa y Estados Unidos surgieron diferentes grupos que siguieron esta línea, interpretando la brujería desde una mirada no religiosa, no neopagana, y mucho más conectada con los registros históricos de los juicios por brujería, con la magia popular, con la gnosis personal y con elementos mitopoéticos. Así nacieron linajes como el Cultus Sabbati en los años 80, con Andrew Chumbley como figura central, el movimiento Feri de los Anderson en Estados Unidos, y hacia el año 2000 el Clan de Bucca popularizado por la escritora Gemma Gary, entre otros. Estos son solo algunos ejemplos, pero marcan la diversidad de formas que tomó este impulso inicial.

¿Qué tienen en común todos estos grupos? Más allá de sus diferencias, comparten la autodefinición como brujería tradicional, establecen prácticas concretas, poseen un sistema con grados o rangos, y suelen funcionar como grupos cerrados a los que se accede por invitación. La figura del Magister o la Magistra aparece como guía, existen juramentos de secreto, y el conocimiento se transmite de maestro a discípulo. La inspiración mitopoética es central: la idea de la “sangre bruja” que desciende de gigantes, hadas o nefilim; la conexión con linajes ocultos; la visión iniciática que los vincula con lo gnóstico. No existe un libro sagrado ni una doctrina única, pero sí un consenso en que la práctica tiene raíces que pueden rastrearse en el tiempo, aunque esta afirmación siempre resulte discutible. En definitiva, son construcciones modernas, reinterpretaciones personales que fueron aceptadas y replicadas por otros.

El problema principal de este enfoque es que muchas veces se respira un aire de elitismo. El discurso de que uno posee sangre bruja o que desciende de una criatura mítica puede resultar seductor desde lo poético, pero difícil de sostener desde lo histórico. Es cierto que estas afirmaciones forman parte de un mito necesario para generar identidad y cohesión, pero cuando se las presenta como verdades absolutas pueden resultar difíciles de digerir. Esto no significa que carezcan de valor: lo mitológico tiene un poder inmenso en la práctica mágica, pero siempre es sano mantener el equilibrio entre el mito y la realidad.

La Brujería Folclórica, en cambio, se presenta como un enfoque distinto. Este término fue difundido y valorizado por autores como Roger J. Horne, quien dedicó varios de sus libros a explorar este ángulo del Arte. Aquí la atención no está puesta en linajes inventados ni en grupos iniciáticos, sino en el credo popular, en el folclore y en la manera en que las comunidades entendieron, temieron y trabajaron con la figura de la bruja. La brujería folclórica recurre a la historia, la antropología y las creencias propias de cada territorio, y a partir de ahí construye prácticas vivas. Es un camino mayoritariamente individual, aunque no necesariamente solitario: se pueden generar redes, pero la figura del maestro o los rangos jerárquicos no tienen cabida.

Este enfoque pone énfasis en el territorio, en la tierra misma y en los espíritus que la habitan. Las prácticas suelen ser sencillas y profundamente ligadas a la vida cotidiana: remedios caseros, amuletos, conjuros para la salud o la protección, pactos con espíritus locales. Todo esto puede complejizarse, pero parte de una base simple y directa. Aquí no hay un gran mito central ni un discurso iniciático, sino la búsqueda de una espiritualidad práctica y animista. En muchos casos aparece también el sincretismo, con elementos de la doble fe, donde lo cristiano y lo pagano se entremezclan en formas híbridas que sobrevivieron durante siglos en las comunidades rurales.

El único inconveniente que he visto en este enfoque es que, a veces, algunas personas tienden a absolutizarlo: consideran que solo vale el folclore de su tierra, o que la brujería folclórica es más “auténtica” que cualquier otra forma. Esa idea también genera un cierto elitismo, aunque desde otra perspectiva. A esto se suma la confusión frecuente entre brujería folclórica y magia folclórica. No son lo mismo. La magia folclórica, o hechicería popular, es el conjunto de prácticas transmitidas de generación en generación para resolver problemas inmediatos: curar el mal de ojo, sanar un animal enfermo, proteger la casa o el ganado. La brujería folclórica, en cambio, intenta recuperar no solo esas prácticas sino también el imaginario de la bruja como figura liminal, alguien que dialoga con los espíritus, que viaja al Sabbath y que encarna el arquetipo del Otro.

Ambas visiones tienen puntos de contacto y diferencias claras. La brujería tradicional aporta un marco estructurado, mitopoético e iniciático, mientras que la brujería folclórica rescata la espontaneidad, el contacto directo con la tierra y la ausencia de jerarquías. En mi caso personal, bebo de ambas fuentes: tomo de la brujería tradicional el uso del stang o vara bifurcada, la idea de los Padres Brujos como figuras centrales, y la fuerza de ciertos relatos míticos, aunque sin darles un peso literal. No creo en linajes inventados ni en jerarquías, pero respeto a quienes eligen trabajar en grupos iniciáticos y encuentran sentido en esos ritos de paso. Mi práctica, sin embargo, es solitaria y no se apoya en estructuras cerradas.

Para quien quiera profundizar, recomiendo leer a Kelden, que ofrece una introducción clara y accesible al tema, seguido por Nigel G. Pearson, con su visión más profunda y práctica, y finalmente a Roger J. Horne, quien supo darle forma a la noción de brujería folclórica contemporánea. Cada uno, desde su mirada, ayuda a entender mejor este entramado complejo de lo que hoy llamamos brujería.

Espero que este recorrido ayude a dar mayor claridad sobre las similitudes y diferencias entre estas dos formas de ver el Arte, y también a que cada lector pueda reflexionar sobre su propio camino, sin necesidad de encasillarse del todo en una etiqueta, pero sabiendo de dónde provienen las ideas que nutren su práctica.

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